El día que dejé de temer

Te despiertas confusa. No aciertas a saber la hora que es, cuanto tiempo de tu día has bien gastado entre sábanas de algodón. Fuera todo parece silencio, nadie vive, puede que todos duerman y que tú seas la única superviviente de las horas en las que vives. Perezosa, pones tus pies en el mismo suelo en el que lo llevas haciendo desde hace seis meses. LLevamos medio año juntas, querida mía, medio año compartiendo el mismo techo, las mismas calles, el mismo aroma y la misma lluvia. Porque hoy es sábado. Sábado lluvioso, como cuando nos conocimos, cuando firmamos el pacto de la eternidad, cuando te dije que te sería siempre fiel y que tu me acunarías como a un recién nacido. Porque ciertamente, cuando te conocí, era una recién nacida en este mundo lleno de agua, de bicicletas, de nuevos amaneceres. Y después de todo este tiempo, sigues amaneciendo con las calles mojadas, el espíritu de los que te habitan lleno del leve sonido de la lluvia al chocar con el suelo.
Me dispongo a salir, a disfrutar de lo que más me has ofrecido durante este tiempo para así demostrarte  que ya no temo la lluvia como tu te creías. Cómo me dijo mi querida Isabel María, "el hombre mojado no teme la lluvía". Y no sólo a eso. El hombre que ha vivido empapado durante tanto tiempo ha dejado de temer. Y eso me ha pasado a mi. Te he dejado de temer, ya no sufro cuando sólo nos ofreces agua, frío, sueño y desánimo. Eso me hace más fuerte. Te he ganado y estoy segura de que mañana dejarás que salga el sol para compensar que ya no temo a nada, ni a la lluvia, ni a mojarme. 
Querida Amsterdam, ¿contra qué me enfrontarás ahora? Tengo seis meses más para vencerlo, y una vez empapada, ya no podré temerlo.

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